LETRAS PARA INSPIRAR: Léxico familiar, de Natalia Ginzburg 

Empecé a leer esta obra inclasificable (¿novela? ¿libro de memorias?) a través del fragmento inicial que deja leer Amazon de forma gratuita e inmediatamente sentí una imperiosa necesidad de leer la obra entera, de conocer a esa familia, a esa escritora que se expresa de un modo tan sencillo y a la vez tan eficiente, de dejarme contagiar por la vitalidad, la inteligencia, la interesante cotidianidad de los Levi. Rara vez me conquista tan intensamente una obra desde la primerísima línea .

lexico familiar

Me gustaría escribir como Natalia Ginzburg, ¿a quién no le gustaría escribir como ella? Sus líneas te dejan una impresión de sencillez y de inmediatez de estar por casa, de estar tomando café con ella mientras distraídamente te va enhebrando sus más íntimos recuerdos familiares. Y a la vez, ¿cómo de un modo tan coloquial consigue expresar tanto, calarte tan hondo, enamorarte, atraparte en ese precioso aura con el que describe a su familia y a su círculo de amistades? Nunca me gustaron los estilos de escritura enrevesados, opacos, a los que les sobran palabras por todas partes, con un excesivo despliegue de recursos expresivos que no estan al servicio del contenido sino de la pedantería del escritor. Natalia Ginzburg es lo contrario a todo esto. Se nota que nunca escribe por rellenar páginas, nunca por hacer un alarde expresivo sin tener nada que decir, pero siempre contando con las palabras justas esas historias que ella lleva en su interior.

Otro aspecto que me enamora de ella es que en su eficaz descripción de una época,  un ambiente, un ciudad, una familia, un círculo de amistades y relaciones sociales, jamás cae en el costumbrismo, algo que también detesto.

De la obra me ha conquistado el personaje de la madre de Natalia Ginzburg, Lidia. He leído y releído con delectación los pasajes referidos a ella, tanto que he decidido copiarme algunos para recrearme de vez en cuando con la vitalidad y la manera de ser de esta madre, las relaciones con sus hijos y sobre todo hijas, el infinito cariño con el que Natalia habla de ella:

En realidad, mi madre había sido muy feliz en Sassari y en Palermo, aunque refunfuñara y se quejara, pues tenía un temperamento alegre y en todas partes hallaba personas a las que querer y que la quisieran. En todas partes encontraba la forma de divertirse con lo que tenía a su alrededor y de ser feliz.

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Silvio era aquel hermano de mi madre que se había suicidado. […] En cuanto a mi madre, siempre hablaba de Silvio con alegría; porque mi madre tenía un temperamento tan alegre que acogía bien todo. De todas las cosas y de todas las personas recordaba sólo lo bueno y lo alegre, y dejaba lo malo y el dolor en la sombra, dedicándoles tan sólo, de cuando en cuando, un breve suspiro.

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Mi padre gritaba a mi madre: «¡No la dejes salir! ¡Prohíbele salir! Mi madre tampoco estaba contenta con aquellos paseos y también desconfiaba de aquel joven, pues mi padre le había contagiado una confusa y oscura repulsión hacia el mundo de los literatos, mundo desconocido en nuestra casa, pues en ella sólo entraban biólogos, científicos o ingenieros. Además, mi madre estaba muy unida a Paola y, antes de que Paola tuviera la historia con aquel joven, solían dar vueltas las dos juntas por la ciudad durante largo tiempo y mirar en los escaparates «los vestidos de seda pura» que ni la una ni la otra podían comprarse. Ahora Paola raras veces tenía tiempo para salir con mi madre, y cuando estaba libre y salían charlando del brazo, acababan hablando de aquel joven y volvían a casa enfadadas. […] A pesar de eso, mi madre era absolutamente incapaz de prohibir algo a alguien.

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Mi madre no sentía tantos celos de mis amigas como de las de Paola. Ni sufrió tanto cuando me casé como sufrió y lloró cuando se casó Paola. Tampoco tenía conmigo una relación de igual a igual, pero en cambio era maternal y protectora, y no me echó de menos en casa, porque yo, como decía ella siempre, «no le daba cordel», y porque, al haber envejecido, ya se había resignado al vacío que dejan los hijos cuando se van, y había defendido y acolchado su vida para no sentir demasiado el golpe de aquella separación.

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En cambio, después de la guerra, el mundo se presentaba enorme, ignoto y sin confines. Mi madre sin embargo volvió a vivirlo como pudo. Volvió a vivirlo con alegría, porque tenía un carácter alegre. Su espíritu no sabía envejecer y no conoció nunca la vejez, que consiste en quedarse humillado en un rincón llorando el desmoronamiento del pasado. Mi madre asistió sin lágrimas al desmoronamiento de su pasado y no llevó luto por él. No le gustaba vestirse de luto. Cuando su madre murió sola y de improviso, mi madre estaba en Palermo y fue a Florencia. Sufrió mucho al verla muerta. Después salió en busca de un vestido de luto, pero en lugar de comprarse un vestido negro como era su intención, se quedó con uno rojo y regresó a Palermo con él en la maleta. Le dijo a Paola: «¡Qué quieres! ¡Mi madre no soportaba los vestidos negros, y se pondría contentísima si me viera con este precioso vestido rojo!»

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«¡Qué pesado es Alberto! -se quejaba Miranda a mi madre a la mañana siguiente-. ¡Está siempre inquieto! ¡Siempre quiere hacer algo! ¡Siempre quiere comer o beber, o ir a alguna parte! ¡Espera siempre divertirse!»

«Es como yo -decía mi madre-. ¡Yo también querría divertirme! ¡Querría hacer algún bonito viaje!»

«¡Venga! -decía Miranda-. ¡Con lo bien que se está en casa!

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Cuando volví a casarme y pasado algún tiempo me fui a vivir a Roma, mi madre me guardó rencor durante una breve temporada, pero el rencor nunca echaba raíces amargas y profundas en su ánimo.

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